A propósito del luctuoso suceso acaecido en la ciudad de Orlando Estados Unidos, en que 50 personas fueron asesinadas por un atacante que declaró su lealtad al grupo extremista Estado Islámico (ISIS), queremos buscar explicaciones de lo ocurrido al amparo de la ciencia, muy diferentes a lo que se publica en la prensa y en las redes sociales.
De la insatisfacción a la impotencia. De la depresión al enfado. De la ira a la violencia… La violencia es, en el contexto rutinario, sólo una de las posibles vías que elige el ser humano para plantar cara, tanto al malestar que ocasiona la pérdida de un estímulo deseado, como a la angustia que produce el temor a perderlo. La violencia es, sin duda, el más censurable y catastrófico remedio susceptible de ejecución como alivio inmediato a la tensión que conlleva el no cumplimiento de una expectativa, pero, ¿y si fuera, justamente, el más efectivo mecanismo de adaptación que hemos diseñado como seres humanos? ¿Y si la estrategia evolutiva más eficaz para la resolución de conflictos arraigados a impulsos y necesidades primarias, no fuese otra que la práctica del homicidio?
Conocido por su extensa y profusa investigación en el campo de la violencia, David Buss, sicólogo evolutivo de la Universidad de Austin, Texas, es autor de varios libros, entre ellos: “El asesino de al lado: Porqué la mente está diseñada para matar” de 2005 (traducción del inglés).
Las investigaciones de Buss acerca de la violencia como componente intrínseco a la naturaleza humana, convergen en una vasta publicación de artículos que postulan el homicidio como una respuesta eminentemente adaptativa, hipótesis que sugiere que el ser humano es, en esencia, siempre igual: sucumbe ante los mismos impulsos y se ve confundido por las mismas pasiones, reaccionando de forma prácticamente invariable ante aquellas condiciones impuestas por el medio que suponen una amenaza para su integridad individual, su garantía reproductiva o su status de reconocimiento social.
En la Teoría de la Adaptación Homicida, publicada por primera vez en 2005 y posteriormente actualizada dentro del boletín “Aggression and Violent Behavior” (2011) (“Agresión y Conducta Violenta”), David Buss y Joshua Duntley, describen una serie de posibles escenarios en los cuales una persona aparentemente normal, puede recurrir a dar caza a un miembro de su propia especie, como resolución eficaz a un conflicto dado. El argumento, en palabras de Buss, es simple: “en la fría y calculadora lógica de la evolución, a veces matar es ventajoso”.
Prevenir la injuria, ofensa o daño sobre uno mismo, una pareja o aliados de una coalición; salvaguardar el estatus social, evitando ser percibido como débil o vulnerable; proteger recursos, territorio, alimento; eliminar rivales, vigentes y potenciales; prescindir de lazos de parentesco innecesarios, y de todo agente externo que interfiera en la conservación y expansión de las propias fuerzas. El homicidio, según Buss, ha sido a lo largo de millones de años un procedimiento tan funcional y plausible para solventar problemas de orden adaptativo, que es razonable plantear la hipótesis de que ha prevalecido evolutivamente a través de mecanismos de selección natural y sexual. Aquel que muere deja de ser un rival para quien lo mata; un competidor muerto pierde de inmediato la capacidad de influir directamente en el medio que antes compartía con su asesino; en consecuencia, este obtiene acceso a un número mayor de recursos en un espacio de tiempo reducido e invirtiendo, para ello, un esfuerzo menor.
Las guerras, un fenómeno intrínseco al Antropoceno, se han reiterado por razones que ya conocemos, robo de territorio y recursos, además de armas y mujeres.
Asociado esto a la presencia de religiones con dioses moralistas, autoritarios y castigadores, cuyo impulso al desarrollo de la humanidad han sido fundamentales, al estimular el gregarismo y la prosociabilidad a gran escala, según Purzycki y colaboradores de la Universidad de British Columbia.
Por tanto, religión y homicidio, se constituyen en una combinación letal.
La estructura mental del ser humano es tan compleja y se encuentra sujeta a una variedad de estímulos externos tan heterogénea, que Buss reconoce que hablar del homicidio como una respuesta adaptativa, plausible el amparo de la lógica evolutiva, es válido únicamente bajo circunstancias determinadas.
Factores como la crianza, el entorno social, rasgos de la personalidad acentuados e incluso consideraciones de tipo neurológico juegan un papel fundamental, tanto en la activación de una respuesta homicida adaptativa como en la inhibición de la misma. No obstante, también existe un elemento que unge como fuerte agente regulador y que podría, incluso, explicar por qué algunas personas recurren a patrones de conducta violenta no letal y no al homicidio per sé: el temor al castigo.
La teoría de Buss no debe ser interpretada como un argumento favorable al homicidio, sino como un enfoque, desde el prisma de la psicología evolutiva, que busca explicar los cimientos de la conducta violenta en el hombre. Los mitos que difunden la creencia en un pasado y naturaleza humana pacíficos, al igual que los alegatos que definen el homicidio como uno de los males de la época moderna, no ayudan —en opinión de Buss— al desarrollo de ambientes de prevención, sino que contribuyen a la formación de esquemas morales peligrosos que dificultan el estudio de una de las facetas más arraigadas a la especie humana, impidiendo, así, llegar a una comprensión profunda de sus circuitos psicológicos.